FEDERALISMO Y CENTRALISMO

La cuestión de la naturaleza del Estado es una de las más polémicas dentro de la academia; puesto que, hay una aparatosa variedad de teorías (entre ellas la positivista, la kantiana, la marxista, etc) que proclaman ostentar los mejores postulados sobre que atribuciones y características que debería tener esta estructura social tan importante. Afortunadamente, esto no es igual en el tema del ordenamiento administrativo, donde la controversia se ve reducida considerablemente debido a que se reconoce, al menos, la atribución principal de ente organizador que debe tener el Estado con respecto a un área geográfica. En este aspecto, las facciones se ven simplificadas a dos grandes modelos hegemónicos: el centralista, quienes abogan la existencia de un gobierno unitario fuerte que extienda su autoridad a todas las partes del país; y el federalista, quienes levantan la bandera de la descentralización mediante la segmentación del territorio en pequeñas autonomías que se asocian libremente y que crean un gobierno central con funciones mínimas, entre las cuales estaría su representación en la comunidad internacional.

Para desgracia nuestra, a pesar de la abreviación cuantitativa de la polémica, la dicotomía resultante deriva a su vez en un acrecentamiento de contradicción cualitativa, ósea que la discusión se vuelva más pasional entre los dos grupos y que tienda más a la creación, y amparo, de extremistas teóricos, los cuales teñirán sus respectivos pensamientos con dogmas y tintes cuasi-religiosos.

Contrario a lo que cree esta gente tan irracional, si se hace un análisis concienzudo y detenido de la historia, podemos ver que ninguna de las dos teorías, llevadas hasta sus últimas consecuencias, permite siquiera una medianamente eficiente gestión, pues, mientras que, por un lado, el confederacionismo fanático permite una inestabilidad casi perpetua de los territorios asociados debido a que condena la igualación de leyes en todos estos, como en el caso de la infame Confederación Norteamericana, la cual se reveló contra la industrializada Unión Norteña liderada por Abraham Lincoln con el pretexto de proteger sus naturales "derechos de estado" – los cuales eran usados para mantener la terrible y asquerosa figura de la esclavitud –, en el otro, el unitarismo recalcitrante deviene en autocracia directa del gobierno central, el cual puede dictar políticas no adecuadas para todos los ciudadanos del país, como en el caso del antiguo Imperio Ruso, en donde sus poblaciones no étnicamente rusas se rebelaban al más mínimo avistamiento de crisis para exigir una representación política justa, puesto que estas no consideraban que los virreyes enviados ad-hoc por la corte del zar atendieran adecuadamente sus necesidades nacionales muy particulares.

La verdad es que realmente no existe doctrina suprema que pueda ser aplicada de igual manera en todos los lares, y esto se debe a que cada comunidad es dueña de su propia realidad, la cual tiene que ser atendida de acuerdo a sus condiciones materiales. Por ejemplo, un fuerte gobierno central, históricamente, siempre ha sido funcional en países con una sola nacionalidad hegemónica, puesto que al haber una mayoría considerable que mantiene una cultura individual, los instrumentos administrativos como la burocracia y la representación política pueden ser simplificados excepcionalmente, aunque no de manera total, ya que, en el nivel local y regional siempre va a ser necesaria una plataforma administrativa permanente que mantenga cierta autonomía y que ostente capacidad de respuesta para solucionar los problemas de la población específica de un lugar, y un gobierno federal es preferencial para países donde convivan distintas nacionalidades con igual o parecido porcentaje poblacional (como en el caso de la antigua Yugoslavia y la actual Etiopía) para que se mantenga una buena representación política y se respete el principio de la libre autodeterminación de los pueblos.

Sin embargo, a pesar de estos atributos tan positivos de ambos lados, el federalismo sigue manteniendo cierta preferencia en la idiosincrasia colectiva puesto que, desgraciadamente, los casos de malas gestiones unitarias centralistas (las cuales, hay que mencionar, son provocadas principalmente más por mal manejo de gestión que por falla del modelo) han causado que se sobrevalore, y que se abuse, la división territorial en pequeños entes. Hay que comprender que existen sociedades donde es necesaria la segmentación, pero luego hay otras en que es innecesaria y que constituyen más un lastre para la buena gestión gubernamental, como por ejemplo la Argentina, país sudamericano que mantiene una burocracia tremenda y descentralizada, muy innecesaria debido a las casi nulas barreras lingüísticas y culturales que existen dentro de sus habitantes, que puede ser considerablemente reducida, y, por lo tanto, desembarazar a la nación de ciertos desembolsos que pueden ser destinados a su arreglo financiero.

En el Perú, siempre ha habido un constante “tira y afloje” con respecto a las tendencias centralistas y regionalistas, aunque esto generalmente por motivos que al ojo superficial podrían parecer incoherentes y hasta contradictorios. Durante el periodo de la lucha por la independencia sudamericana, el territorio que actualmente comprende el Perú estaba controlado en su mayoría por ricos hacendados terratenientes que disfrutaban de una amplia autonomía en sus respectivos fundos. Al llegar San Martín a libertar el país del yugo español, se dio con la sorpresa de que la gran mayoría de esta clase parásita – otra vez, bastante poderosa – no lo apoyaba, y es más lo quería sabotear y echar, por lo que empleó un estilo de gobernanza implacable y sustentando en la intelectualidad liberal limeña. Mas, este aproximamiento posiblemente necesario para poder seguir con el proyecto independentista, pronto cansó a los feudales, quienes intrigaron a más no poder en detrimento del rioplatense, quien, también cansado del caos y resistencia que sentía por parte de estas rancias élites, propuso volver al Perú una monarquía centralista, puesto que veía que la única oficina con potestades políticas capaces de mantener a raya a los hacendados era la de rey.

Esa última idea fue la que derramó el vaso de los criollos, cuyas conspiraciones tomaron un ahínco tan peligroso que puso en vilo la expulsión de los hispanistas del continente. Afortunadamente para estos últimos, su salvación llegó del norte en forma de un general victorioso: Simón Bolívar, quien era partidario del acomodo y transacción con las clases dirigentes locales. Al ver que el apoyo terrateniente encontraba en Bolívar a su campeón, y darse cuenta de su posición tan solitaria y alienada dentro de la política peruana, San Martín decidió confiar en este último y volverse cabizbajo a su país. El venezolano, por su parte, al observar que las condiciones para su llegada ya estaban dadas, se trasladó a Lima. El estilo procedimental de Bolívar pronto probó ser distinto al sanmartiniano, pero tal vez para peor a largo plazo. Al desecharse las prácticas centralistas en favor de las tendencias regionalistas, se fortaleció ciertamente el esfuerzo bélico, cosa que al final rindió sus frutos pues se pudo libertar al Perú, pero el problema vino que después, en la delicada época de construcción estatal y vida republicana, el sector conservador oligárquico se fortaleció de sobremanera, impidiendo el progreso de la nación durante bastante tiempo.

La dinámica generalmente era la siguiente: los gamonales, poderosos y dueños de influencias militares, reclamaban a la presidencia el mantenimiento de la amplia autonomía local y la reducción de las tareas del gobierno central, obviamente con fines de aumentar el margen de arbitrariedad con el que controlaban sus propiedades. Si el mandatario seguía con el statu-quo, era mantenido; pero si el caudillo pensaba en hacer alguna acción calificada de temeraria, entonces era desechado y reemplazado. Así, el rol regulador del estado solamente existía en el papel, pues en la práctica este fue recién plasmado, y de manera muy tibia, durante las postrimerías del siglo XIX cuando Nicolás de Piérola, entreguista histórico dentro de la historia peruana, tomó el poder y empezó a aumentar la influencia política y económica de los capitales extranjeros en nuestro país, cosa que no fue muy de agrado de una considerable minoría de terratenientes, los cuales ya estaban empezando a sentir el declive de su atrasada industria agrícola. Eventualmente, la exacerbación de movimientos regionalistas por parte de estas secciones de la sociedad tan poderosas, pero a la vez tan crueles e ignorantes, combinadas con el sentimiento de abandono del gobierno por parte de las masas autóctonas, hicieron que se den una serie de cuartelazos en algunos lares bastante alejados como Loreto, donde una vez un general con claras tendencias civilistas llamado Mariano José Madueño proclamó la autonomía y carácter federal del territorio. El golpe, sin embargo, había llegado tarde, el Califa Piérola, el cual había asumido su puesto un año antes, ya había prácticamente comprado la no muy confiable lealtad de los feudales y los había puesto en línea con sus posiciones, de esta manera alienando el ala federal-radical del Partido Civil de cualquier apoyo individual, pudiendo aplastar fácilmente la rebelión.

Desde la reforma agraria, y la liquidación de la república aristócrata, el federalismo no ha sido un tema muy pujante, hasta los últimos años. Si uno analiza consecuentemente la realidad, se puede observar muy claramente que esta proclividad al cambio de modelo administrativo-geográfico es directamente proporcional con la decepción de la ciudadanía con respecto a sus autoridades y a su sistema político, cosa que de alguna manera sí es compresible, debido a que efectivamente es necesaria la autonomización de zonas muy específicas con etnias y nacionalidades históricas que merecen una mejor representación política como son Puno y Loreto; pero que no podemos sobrevalorar, pues se debe reconocer que la falencia más grande que tiene nuestro país es su podrido sistema económico y a sus anticuadas leyes de control político.

José Carlos Rosario Sánchez






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