NEGAR O QUITARLE IMPORTANCIA AL IMPACTO DE LA DESIGUALDAD EN EL PERÚ, SOLO PERPETUARÁ SUS CONSECUENCIAS

 

Recientemente una publicación en internet decía “Premio Nobel de Economía: El 90 % de los que nacen pobres mueren pobres por más esfuerzo que hagan”, indudablemente pasó por mi cabeza, pues yo pertenezco a ese 90 %, ¿acaso debo aceptar el destino fatalista que me impone el destacado economista Joseph Stiglitz?, ¿cómo es qué llegó a esa conclusión?, ¿la desigualdad es un problema netamente económico?, ¿el Perú está condenado a mantener estas inmensas desigualdades sociales y económicas?

Mil preguntas bombardearon mi mente, la intriga por querer conocer y a la vez mi intención de querer demostrar lo contrario, provocaron que me leyera el libro “El precio de la desigualdad“, de Joseph Stiglitz, quién expone “la mentira” de la “meritocracia” y la teoría del “esfuerzo personal”, señalando que el 90 % de los que nacen pobres mueren pobres por más esfuerzo o mérito que hagan, mientras que el 90 % de los que nacen ricos mueren ricos, independientemente de que hagan o no mérito para ello.

Dada la realidad peruana, que a simple vista resalta la existencia de brechas y desigualdades entre ciudadanos de un mismo país, aceptar esta tesis es condenar a millones de jóvenes como yo que aspiran a convertir su destino y el del país en un futuro de crecimiento y prosperidad.

La desigualdad es, sin duda, el principal foco de atención de muchos gobernantes y de la población en general. Pues existen muchas y poderosas razones morales. En los últimos diez años la investigación del Dr. Joseph, ha empezado a poner de manifiesto lo negativa que resulta la desigualdad para la sociedad, e incluso resulta mala para los de arriba, que se convierten en personas diferentes, más endiosadas, gracias a ella.

Esto me hizo recordar un libro de Julio Cotler y Ricardo Cuenca, llamado “Las desigualdades en el Perú: balances críticos”, donde refería la siguiente afirmación: “la región latinoamericana es 19 % más desigual que el África subsahariana, 37 más desigual que el este asiático y 65 % más desigual que los países desarrollados”. (Cotler y Cuenca, 2011). Como era de esperarse, esta afirmación dio lugar a que intelectuales, religiosos y profesionales de distintas áreas del conocimiento denuncien esta situación y las consecuencias que trae consigo, e igualmente, que diversas instituciones latinoamericanas y de otras latitudes, así como organizaciones internacionales, incluso las criticadas multilaterales afirmen insistentemente que el núcleo de los problemas que azotan la región radica en la elevada desigualdad que guarda la distribución de los recursos y las oportunidades sociales.

De este modo, estudios señalan que los agudos índices de desigualdad económica se acompañan con elevados niveles de pobreza y deterioro ambiental y determinan que vastos sectores participen solo de manera restringida en el mercado y en los servicios calificados como “públicos”, que estas limitaciones bloquean el desarrollo del “capital humano”, el crecimiento económico y la movilidad social y, por otro lado, refuerzan las escisiones sociales y la fragmentación de las instituciones, lo que contribuye a consolidar la histórica segmentación y heterogeneidad de América Latina.

Asimismo, dichos estudios confirman que tal situación responde y refuerza la “debilidad” institucional de la región, manifiesta en la captura del Estado por grupos privados, legales e ilegales, en la extendida corrupción y la impune transgresión de la ley, que agravan la desconfianza interpersonal, la delincuencia y la inseguridad ciudadana, situaciones que culminan en la privatización del poder y, en el peor de los casos, en la quiebra de la autoridad del Estado.

En resumen, esos diversos análisis concluyen que las extremas desigualdades y los elevados niveles de pobreza que presenta América Latina generan consecuencias perversas para los individuos y las colectividades con el consiguiente deterioro de la cohesión social.

Así las cosas, no es de extrañar que amplios sectores de la población critiquen el desempeño de las autoridades y las instituciones, al tiempo que reclaman al Estado acciones efectivas que permitan su inclusión en la política y en el mercado, como una manera de hacerse escuchar y de influir en las decisiones gubernamentales y en las relaciones económicas. De ahí las reiteradas propuestas para formular y suscribir un “nuevo contrato social” que propicie el desarrollo de relaciones sociales menos desiguales que las existentes y que fomente sentimientos de pertenencia a una misma comunidad de iguales.

Este aparente consenso sobre la presencia de intolerables desigualdades y la necesidad de reducirlas, o hasta de eliminarlas, se ha formado durante las últimas décadas y se ha incorporado recientemente en la agenda política. Anteriormente, los individuos y las organizaciones que las denunciaban y buscaban corregirlas, juntamente con las discriminaciones sociales y culturales que acompañan tales situaciones, eran reprimidos por regímenes oligárquicos, cuyos voceros no tenían reparos en justificar dichas reacciones alegando que las demandas reformistas amenazaban destruir las jerarquías sociales y raciales que fundamentaban la civilización “occidental y cristiana”.

Este panorama ha ido variando significativamente durante las últimas décadas. Los cambios que la región ha experimentado en este lapso, simultáneamente con las dramáticas transformaciones que se observan a escala planetaria, han contribuido a intensificar la participación social y política, y a instaurar regímenes democráticos en la mayoría de los países latinoamericanos, mientras los regímenes autoritarios y las violaciones a los derechos humanos son repudiados por organizaciones sociales, representaciones políticas y entidades internacionales.

No obstante, la mayoría de la población latinoamericana, particularmente la que sobrevive en condiciones de indigencia, no puede hacer suyas las promesas de libertad e igualdad contenidas en la democracia, debido a que las mencionadas extremas desigualdades sociales no solo restringen, sino impiden el acceso a los recursos sociales e institucionales, materiales y simbólicos que le permitan desarrollar de manera autónoma sus intereses individuales y colectivos.

Es igualmente común afirmar que el Perú es uno de los países más desiguales de América Latina no solo en términos económicos, sino también en términos sociales, étnico-culturales y regionales. Esta condición ha sido motivo de permanentes debates y enfrentamientos políticos que han causado la inveterada fragilidad e inestabilidad institucional del país últimamente, esta cuestión ha cobrado una importancia desconocida, como se ha podido apreciar con motivo de las elecciones del presente año.

A este respecto, las actuales polémicas y confrontaciones están impregnadas por las experiencias particularmente traumáticas de la década perdida de los años ochenta, de las medidas y las consecuencias de las decisiones adoptadas por el autoritarismo fujimorista, y, por último, de las políticas que los gobiernos democráticos aplicaron para resolver la extrema desigualdad y la pobreza durante la primera década del presente siglo.

Así como, durante los años ochenta la crisis económica y el modelo de desarrollo prevaleciente produjeron la “década perdida” y el cambio de rumbo de América Latina, durante esos años el Perú vivió un periodo particularmente traumático que puso al descubierto las divisiones históricas y la precariedad de las instituciones estatales para enfrentarlas y resolverlas, lo que contribuyó a la cuarta quiebra de la democracia durante la segunda mitad del siglo pasado, así como a la implantación de un nuevo régimen autoritario. En lo que acá interesa, esta experiencia influyó en la forma como se encaró la aguda desigualdad y la pobreza del país, durante las siguientes décadas, hasta hoy.

Otro término clave para entender la problemática de la desigualdad, es la “Ruralización de la agenda intercultural” (Nureña, 2009). Se entiende por esto el hecho de que las poblaciones indígenas que residen en las ciudades no tienen servicios específicos
como los tiene la población de las zonas rurales, lo que es grave en la medida que
la migración hacia centros urbanos es alta. Para mí, esta reflexión es particularmente importante, pues muestra, una vez más, el entrelazamiento entre
etnicidad y territorio.

Así, la construcción de imágenes que ligan la “indigeneidad” con la pertenencia a un territorio dado se plasmaría en la oferta de servicios y estrategias de protección social, de modo que los servicios interculturales resultan disponibles para los usuarios indígenas en tanto permanezcan “en su lugar”, pero los servicios cesan de estar disponibles en la urbe, como si los indígenas cesaran de serlo al desplazarse al escenario urbano. Una lógica similar puede observarse en el servicio de Educación Bilingüe Intercultural (EBI), que se concibe básicamente como un servicio para zonas rurales. De hecho orgánicamente la Dirección de EBI está subsumida en la Dirección de Educación Rural y Bilingüe Intercultural. Aunque estos son solo algunos ejemplos de una temática de carácter mucho más amplio, creo que sirven el propósito de ejemplificar cómo la desigualdad étnico-racial y su entrelazamiento con criterios de carácter geográfico y territorial se inscribe en las estrategias de protección social del Estado, desde el diseño de políticas, ya sea que ignoren la diversidad o que traten de integrarla, hasta su aplicación concreta, donde las interacciones entre proveedores y usuarios, funcionarios y sujetos indígenas resultan cargadas de discriminación y prejuicio

Encontramos entonces, por un lado, un amplio campo por investigar en relación con el modo de implementar políticas públicas que hagan frente a la desigualdad étnico-racial, ya que ignorarla o negarla no parece estar dando resultado. Por otro lado, enfrentamos una paradoja a la que nos llevan las propias sugerencias de los autores reseñados, que coinciden en señalar la necesidad de una mayor capacitación en interculturalidad para los funcionarios y proveedores de servicios. Pero esto nos lleva a preguntarnos quién y cómo capacitar a un Estado que organiza sus políticas de forma que condiciona de modo desigual la vivencia misma de la ciudadanía. Es necesario preguntarse, tanto en el centro del poder estatal como en los diversos niveles de funcionamiento del Estado, si existe realmente la voluntad política para comprender, resignificar y aplicar medidas efectivamente interculturales e incluyentes. Trabajar al nivel de los funcionarios que tienen un contacto más cercano con la población (el rostro concreto del Estado) se hace indispensable, pero no suficiente, puesto que los ejemplos descritos apuntan a la inevitabilidad de revisar las estructuras de funcionamiento, los principios en los que se basa y las formas de operar del Estado mismo para asegurar una atención más equitativa a sus diversos ciudadanos.

Artículo de opinión

Aleida Zaraí Julián Minchola 

Miembro de la Asociación de Debate Última Instancia “A.D.U.I”

 

Referencias

Cotler, J. y Cuenca, R. (2011). Las desigualdades en el Perú: balances críticos. ISBN: 978-9972-51-332-0

Nureña, C. R. (2009). Incorporación del enfoque intercultural en el sistema de salud peruano: la atención del parto vertical. https://scielosp.org/article/rpsp/2009.v26n4/368-376/

 

 


  

Comentarios

  1. Interesante el enfoque que le das y sobre todo las referencias que utilizas para llegar a la conclusión.

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